jueves, 19 de febrero de 2009

Libro de Actas - Nº 1

Febrero 19-20 de 2009 Quincuagésima (más o menos) Reunión del Club de la Serpiente
...entonces C observó en forma algo docta que la notbook provenía de la familia de las máquinas de escribir. Ninguno se atrevió a presentar objeción alguna sobre tal afirmación ni a darle pie para que siguiera desarrollando su planteo.
El motivo por el cual todos contemplaban, algo fascinados, la pantalla de la notbook era que X e Y habían llevado un resumen visual de sus experiencias vividas en su viaje por el país H y trataban de proyectarlo en la prodigiosa máquina de escribir del futuro.
Casi involuntariamente Z le preguntó a V si la notbook era suya. V dijo que sí, y sonrió (o ya había sonreído y lo que Z vio fue la prolongación de la sonrisa a lo largo del tiempo).
El video no funcionaba, así que debieron posponer la proyección y se entregaron, de a poco, al ejercicio de la palabra. Hablaron del día de los enamorados, que había acontecido hacía poco, y V le preguntó a Z si alguna vez lo había festejado; Z fingió hacer uso de la memoria y dijo que no se acordaba, pero que era muy probable que sí (y, para satisfacer la curiosidad de sus compañeros comentó una simpática anécdota de sus días de “enamorado”). Paralelamente, con una sonrisa maliciosa (característica de K), K inquirió sobre lo que hizo Y ese día; “nada especial” fue la respuesta desalentadora de Y, quien contraatacó preguntándole a K si se había juntado con R. La respuesta de K fue esquiva y el tema se abandonó ahí mismo. Casi con desgana V habló de que, al igual que el día de los enamorados, tampoco festejaba su cumpleaños, que sería la semana próxima. Z dijo a K que pronto sería su cumpleaños y K respondió que sí, en el mes Q. Esto motivó que Y, V y X intentaran acordarse de los cumpleaños de todos, inclusive el de W, que no había asistido a la reunión.
Luego las discusiones arreciaron y se volvieron irreproducibles, debido a que algunos hablaban en serio y otros aprovechaban para bromear, como el que pone un palo en una rueda en movimiento. Al momento, los que hablaban en serio eran los que habían bromeado y los del palo en la rueda eran los primeros. Esto le daba una suerte de armonía al grupo, pensó, o debió pensar, K.
Entretanto, se había agregado la voz de M desde los parlantes del T.V. y, en algo así como oleadas, se filtraban sus cánticos en el ámbito de los miembros del Club de la Serpiente:
mi padre ahorró dinero y no me quiere de heredero.
Además, en el cielo habían comenzado a retratarse algunos relámpagos, como la diminuta pero invencible voz de Dios que, quizá, opinaba también, acerca de lo que debía hacerse con el Club. Porque ésa era la cuestión: todos sabían que el Club servía para algo aunque no estaba muy claro el-pa-ra-qué. Se hablaba de exposiciones en las que se instruyeran los mismos miembros del Club sobre temas tan diversos como el budismo zen o las pirámides de Ñ, la literatura de algún país en cualquier siglo o las costumbres culinarias de alguna tribu en vías de extinción. Se hablaba de teatro, de representar obras de G, LL o, incluso, T. También la idea de interferir en la vida cotidiana de los habitantes de B mediante picarescas o impiadosas acciones sobre la ciudad tenía sus adeptos (X, C y Z, eran los más entusiastas en este sentido). Finalmente, K les recordó a todos que pronto se iniciarían las clases y había que pensar en qué haría el Club para colaborar en el desempeño de cada uno en ese sentido. Todos estuvieron de acuerdo, aunque la discusión pareció enfriarse en ese punto.
A los pocos minutos llegaron las pizzas y empanadas que habían encargado. V se quejó de que el dinero para pagar se había mojado y algunos constituyentes esbozaron sus risas como banderines de una competencia de lanceros en el medioevo.
X fue la primera en servirse, lo que llamó la atención de Z, que estaba sentado a su lado. Al instante X ofreció a Z un morrón pero éste lo rechazó y el vegetal rojizo fue a parar a la porción de V, que lo aceptó con gusto.
La noche evolucionaba y bajo el cielo con nubes color borra de vino y peregrinas estrellas los amigos rumiaban las porciones de pizza y las empanadas, lo mismo que las ideas acerca del club.
De pronto, en forma siniestra, la muerte se presentó en las bocas de todos (salvo, quizá, la de X). C fue de los primeros en evocarla contando la anécdota de un amigo suyo fallecido hacía poco. Todos (salvo, quizá, X)., con infinita y enternecedora astucia intentaron encontrar una suerte de “solución” al problema de dejar de ser. Se habló, entonces, de posibles vidas ulteriores. Y confesó que sus ideas, en ese sentido eran contradictorias, K estuvo a punto de opinar pero no lo hizo, y Z creyó deducir lo que hubiese dicho. C recalcó el miedo que le daba la muerte cuando era chico. Quizá con mayor sabiduría que todos, X se limitó a contemplar en silencio a sus correligionarios y sentía cómo de a poco la vida le ascendía desde los talones, tomándola con sus manos acuosas hasta treparle a la nuca y jugar con los pelitos a hacerle cosquillas, a lo que X respondía con ese silencio justo que necesita la vida para manifestarse tal como lo había hecho eones atrás, en el Big-Bang o la explosión de Cámbrico.
Al cabo de un momento de departir sobre la muerte, se vieron en la misma situación que con la búsqueda del sentido del club: no tenían ningún tipo de certeza. Entonces volvieron a hablar del Club. Los ánimos cobraron bríos, al igual que en un relato de D y se plantearon balances, objetivos y pequeñas filosofías acerca del Club. Casi en forma amenazante, Z aseguró que escribiría para inmortalizar esa noche, cosa que repitió al rato, pero le pareció que no había sido tomado en serio por sus compañeros, por lo que decidió no tomarse en serio tampoco y jugar con la expectativa de no cumplir lo que acababa de decir.
Al rato, los ojos contemplaban el paisaje de gentes y montañas del país H y luego Un perro andaluz en la pantalla de la notbook.
Cansados todos de tanta incertidumbre y de las imágenes dentro de las imágenes, se despidieron con complicidad y se dispusieron a atravesar en sus vehículos (o a pie, en el caso de X) el laberinto de sueños de los que dormían en la ciudad para llegar a sus casas. Todos, menos V, que sólo tuvo que esquivar unos pocos fantasmas que dormían recostados en el pasillo y la escalera para trepar hasta su habitación.

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