viernes, 27 de marzo de 2009

Libro de Actas nº 4 - Marzo 27-28 de 2009 Reunión del Club de la Serpiente: el asadito

Marzo 27-28 de 2009 Reunión del Club de la Serpiente: el asadito

Siempre es aconsejable desconfiar de las cosas que devienen en rutina: la adquisición del diario, la búsqueda constante del amor, las alabanzas dispensadas a un trozo de la creación, las sonrisas cándidas que, de repetidas, se vuelven más gélidas que un grupo de carámbanos en un congelador; la mirada inquisidora sobre el papel escrito, el ejercicio de transcribir el periplo de un grupo de advenedizos que no se resignan...

Se termina por hacerse trampas a uno mismo. Mentiras piadosas, diría aquel noble español de dislocada pluma; se concluye en que se debe invitar a otros a acostarse con la mujer de uno para saber qué se siente o cómo era, tal como decía que precisaba a veces el autor de La pesquisa.

Lo cierto es que Z aguardaba con ansiedad y algo de nostalgia adelantada el momento en que debería dejar de escribir lo que pasaba cuando se juntaba con sus cofrades. ¿Y luego qué? Quizás otro cronista, una nueva tarea que reemplace a la anterior, como un narcótico para que uno adivine, por medio de las acciones siempre susceptibles de ser transcriptas, que continúa vivo. O, mejor, el siempre purificador y oportuno néctar del olvido...

Aquella noche las huestes del club se encontraban diezmadas como nunca antes había ocurrido. Exilios voluntarios, excursiones diplomáticas y amorosas habían ganado a buena parte de los miembros del Club. Lacónicamente se hallaban tres rostros bajo la plena luz del quincho: el de V, cuya mirada irradiaba una extraña pureza; el de K, en plenitud de sosiego, y el de Z, cuya barba y bigote eran de una irregularidad absoluta.

Los planos y estatutos del Instituto de Desarrollo de las Nuevas Cabezas y Espíritus en el Marco de una Lucha Sin Cuartel contra las Furias Desbocadas del Poder de la Ciudad B se hallaban desparramados sobre la mesa y Z, distraídamente, los hojeó al cabo de llegar.
El fuego ya había deparado las brasas sobre la churrasquera y K le tomaba el pulso a la carne que pronto ocuparía el festín. V, por su parte, se encargaba de la ensalada y de distribuir platos y cubiertos sobre la mesa.

Cada cual, a su modo, a lo largo de la noche, descubriría en distintos tiempos que no conocía realmente a ninguno de los otros dos, quienes, sin embargo, igual le agradaban.
El perro de K fue el que esta vez animó el espíritu de los conjurados, con sus piruetas y simulacros de obediencia. Tenía una cabeza de gran tamaño, lo que significaba un buen augurio para el posible cerebro. Se sentaba, hacía el muertito o daba vueltas, según le indicara K, quien, erguido frente al can, parecía un führer.

Luego de que comieron el asado, con alabanzas y bendiciones para K, discutieron crudamente sobre literatura, en especial K y Z; V mantenía esa actitud más o menos conciliadora que solía exasperar a Z.

Arriba, la noche cósmica continuaba su curso infinito. Las constelaciones viajaban, las galaxias y los planetas, amantes de la luz de un astro bienhechor, seguían su derrotero. Quizás, en otras tierras, en otros tiempos y espacios, seres con ojos acuosos y lenguas de rana, debatieran en su lenguaje de ostras, sobre los aciertos o fracasos de las poéticas diseminadas en su mundo.

El enigma de las palabras, ese claro laberinto en el que se han perdido generaciones enteras de hombres y en el que, inevitablemente, terminarían por perderse los miembros del Club, por separado y en conjunto. Cada cual, de modo distinto, sentía la pulsión del lenguaje casi como sentía la sangre correr por las venas. Quizás por el hecho de que ellos también pudieran ser letras, pasajes o episodios de algún libro universal, leído por algún disciplinado Lector, cuya mirada sólo descasara por las noches, en las que cada uno dormía y dejaba de existir. Al otro día, los hechos de la vida de C, X, W, Y, V, K y Z podrían retomarse tranquilamente sin mayores alteraciones, puesto que formarían parte de los recuerdos de lo que ese intemporal Lector había leído.

Para que sus compañeros percibieran la magnificencia de un pasaje, cada uno de los conjurados leía en voz alta, con devoción, los textos que la biblioteca de K proveía. Así, se desarrollaron Maluco, Adán Buenosayres, Rajatabla y Historia de cronopios y de famas... Textos plagados de guiños para destinatarios inciertos; y V, Z y K creían, por un momento, ser los cómplices de tales trazas, los descifradores de enigmas, los consentidos de oráculos y pitonisas.

Después de un rato de leer, el lugar se había poblado de fantasmas; la memoria de cada uno se había encendido y pequeños fragmentos de canciones y textos asomaban por las bocas de los conjurados. Repentinamente, una mano tomó el aerosol, que Z había llevado, y los demás estuvieron de acuerdo en dejar algún lastre sobre la ciudad. Algo que, de a poco, fuera contaminando el espacio, las conciencias; dispusiera un portal, un abismo por el que cayeran y se perdieran los miembros de la ciudad B. Con la determinación que sólo brinda la alegría, salieron a la calle y comenzaron a andar, buscando el lugar propicio para la frase indicada. Había tantas cosas que podían alterar el curso de la Historia... Si pudieran sintetizarse en una palabra o una imagen, si V, Z o K encontraran la manera, con la poca pintura y la inexperiencia de cada uno, de concretar en una pared o un pedazo de asfalto la frase, el dibujo que dejaría en ruinas la ciudad, como ocurría en la canción en la que la mirada de una mujer demasiado hermosa devastaba un país... Nada era imposible. Por las dudas, después del milagroso escrito, deberían taparse los ojos y oídos para no caer con el resto, víctimas de la mortal sentencia. Nada era imposible, sólo lo que acontecía día a día en la ciudad B...

Z fue el primero en blandir el aerosol y, extasiado, se lo alcanzó a K. Los pies de los tres circulaban en forma incoherente. No se trataba, pues, de ir al quiosco o volver del trabajo o ascender a un ómnibus. La ciudad abría sus piernas y dejaba ver el desierto en toda su extensión. Los conjurados no tenían un destino fijo para sus pasos y se movían tanteando masas de noche, dibujando en las calles la métrica de un baile secreto. Entonces, V tomó el aerosol y la ciudad, por un momento, pareció un animal herido... Nada de lo que acontecía en la ciudad B y era conmutado en cifras y proyectado como una película de la vida valía más que una sola mirada de V, una frase inspirada de K o el andar bajo la lluvia de Z...

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Al llegar a su casa, mientras se lavaba los dientes, Z observó la manchita amarilla que la pintura le había dejado en el dedo índice, y sonrió frente al espejo.

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